Sicilia: recuerdos de uno de mis mejores viajes

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Lo reconozco: nunca se me
habría ocurrido elegir Sicilia como destino de vacaciones de no ser
porque alguien me lo recomendó. Bueno, “alguienes”, porque no
fue sólo una persona. Lo poco que sabía de la isla es que era muy
grande, que hacía mucho calor, y algunas noticias sobre su lucha
contra la Cosa Nostra. Pero cada vez que alguien me hablaba de
Sicilia se le iluminaban los ojillos y ponía una pasión en todas
sus explicaciones que realmente me intrigaba. Así pues, decidí que
ya era hora de verlo por mis propios ojos.

Para evitar las elevadas
temperaturas pensamos en ir a finales del verano, en concreto a
finales de septiembre y primeros de octubre; para verlo todo con
calma montamos un viaje de 22 días; y para tener libertad decidimos
alquilar un coche. Por casualidad encontramos la agencia Trinakria Tours en
Internet, les comentamos nuestra idea inicial, y ellos nos
planificaron una posible agenda. Tras hacer un par de retoques para
ajustar algunas visitas que nos recomendaban nuestros amigos,
llegamos a un acuerdo, y Trinakria nos mandó consejos, rutas y
recomendaciones.

Nuestras vacaciones
empezaron en Palermo, donde nos quedamos
3 días. Creo que la mejor definición de Palermo que se me ocurre es
“maravillosamente caótica”. Es una ciudad que mantiene la
tradición de los mercados callejeros, la cordialidad de la gente
(encantadoramente ruidosa) y los edificios históricos seña de su
glorioso pasado. Capital del reino normando, virreinato del pasado
español, pasear por sus calles es un continuo de palacios, gentío,
plazas, estatuas, coches… como decía, un maravilloso caos. Nuestro
alojamiento estaba situado en pleno centro
histórico, con lo cual todo era accesible a pie. La habitación era
magnífica, y los dueños muy cordiales; incluso nos recomendaron un
par de rutas que disfrutamos como niños. Joven y alegre,
multicultural como pocas, multitudinaria a ratos, debo decir que si
algo recuerdo de Palermo es su capacidad para no dejar de
sorprendernos. Como aficionados a la ópera, vimos Madame Butterfly
en el teatro Massimo. Paseando por las calles, nos cruzamos con una
procesión (con dos magníficas bandas de música que dejaron claro
que Italia vive este arte como pocos países). Críos que apenas si
sabían andar se nos acercaban para preguntarnos “perché
parla spagnolo”. En los mercados
compramos antigüedades y frutas de tamaños incompresibles y sabores
deliciosos… 

Los edificios de Palermo, fieles, no podían ser más que de
arquitectura ecléctica, y estar “a medio restaurar”. Esta
peculiaridad convierte a la ciudad en única. Es difícil destacar
algo, pero por mis gustos personales me quedaría con los mosaicos de
la capilla Palatina (palacio de los normandos), la catedral de
Palermo, inesperada y encajonada en medio del tráfico, y san Juan de
los Eremitas, con sus bóvedas árabes y su romántico claustro. Por
el día todo era actividad, pero por las tardes las personas
disfrutaban de juegos tradicionales, sin ninguna prisa por ir a
ningún sitio. Las únicas pegas fueron el cierre por reforma del
museo arqueológico y el tráfico: no sé si nos habríamos atrevido
a alquilar aquí el coche (desde la agencia ya nos dijeron que mejor
lo evitábamos); respecto al museo, bueno, sólo puedo decir que
tenemos una excusa para volver.

San Juan de los Eremitas
Nuestro cuarto día lo
pasamos íntegramente en Cefalú, un
pueblo costero a escasa distancia de Palermo. ¡Vaya cambio! A
diferencia de Palermo, aquí se respiraba tranquilidad, con su
playa, sus comidas al aire libre, sus panorámicas (destaco el
“cabezón” (una piedra de tamaño considerable))… en medio de
las inclemencias del Sirocco, aquí descubrí mi sabor favorito de
helado (nocciola –avellana-), y aquí me acostumbré a abandonar
las prisas de mi querido Madrid a favor de la sencillez y placidez de
este entrañable pueblo marinero. Lo que más recuerdo de Cefalú,
sin duda, el paseo nocturno por sus calles, iluminadas a media luz,
con sus casas colgadas sobre el mar, con su eterno cabezón como
observador permanente del enclave.
Cefalù de noche
Los siguientes cuatro días cambiamos totalmente de ambiente y fuimos
a las islas Eolias. Salimos de Cefalú en tren rumbo a Milazzo, donde
tomamos el barco para nuestra primera parada: la isla de Salina.
Lípari será la más grande, Stromboli la más famosa (por la
película de Ingrid Bergman), pero Salina nos dejó la sensación de
ser la más especial. Y eso que no empezamos muy bien: atracamos en
el puerto de Santa Marina, y desde allí teníamos que llegar a
Pollara, donde nuestro alojamiento nos
aguardaba. Como decía, nos equivocamos al optar por ir en los
autobuses públicos, más que nada porque no hay ninguno directo de
Santa Marina a Pollara. Tuvimos que bajarnos en Malfa, y esperar más
de una hora el enlace, y si bien Malfa es agradable, con las maletas
a cuestas se nos hizo pesado. De Pollara nos esperábamos un sitio
más poblado. Es una aldea mínima de casas dispersas, poca oferta de
restaurantes, y ninguna de ocio. De hecho, nuestro alojamiento era el único
lugar donde cenar… cosa que no nos importó en absoluto. Por el
contrario, disfrutamos de la comida, la malvasía y de la compañía
como pocas veces. Nunca se lo dijimos, pero la dueña de casa
es una de las personas más dulces que hemos conocido en nuestras
vidas. Estábamos bastante cansados tras el tren, el barco y los
autobuses, así que nos fuimos a la cama pronto con la determinación
de alquilar un coche al día siguiente, y dejar nuestra opinión
sobre Salina a nuestra experiencia en días venideros…
Durante los tres días
que estuvimos en Salina nos pateamos la isla de uno a otro extremo.
Conocida como “la isla verde”, fue sin duda la escala con la
naturaleza más excepcional de todo el viaje. En nuestro descapotable
(una ventaja de ir fuera de temporada alta es que los precios son
asequibles) nos movíamos de uno a otro pueblo, con constantes
paradas para fotografiar las cercanas Alicudi y Filicudi, en un lado
de la isla, y Panarea, Stromboli y Lipari, en el otro. De todos los
pueblos de Salina, yo me quedo con Rinella. Este pequeño pueblo ha
perdurado prácticamente inalterado frente al turismo, teniendo un
enclave que aúna puerto, playa de fina arena negra y barrios de
casas irregulares y abarrotadas. Aquí devoré un monstruo marino con
deleite, dicho sea de paso. Pero sería injusto terminar mi repaso a
Salina sin destacar Pollara.
Pequeña. Dispersa. Sin
oferta. ¿Qué hacía especial Pollara?. Sus atardeceres. Todos los
días bajábamos por una empinada escalera a la playa de roca de
Pollara a ver, incrédulos, cómo los efectos de la luz jugueteaban
con los perfiles de Alicudi y Filicudi y las ondas marinas, en un
perfecto silencio. Si unimos la dulzura de la dueña en las cenas, no
debe extrañar que recuerde con afecto aquellas horas de penumbra.
Alicudi y Filicudi vistas desde la playa de Pollara
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